En Islamabad, capital de Pakistán, un atacante suicida se inmoló el martes frente a un juzgado, dejando al menos 12 muertos y 27 heridos, varios en estado crítico. El agresor, según el Ministerio del Interior, intentó ingresar al edificio, pero al ser impedido, detonó el explosivo cerca de un vehículo policial tras esperar varios minutos.
El ataque fue reivindicado por el grupo Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP), también conocidos como talibanes pakistaníes, quienes afirmaron en un comunicado que sus acciones continuarán “hasta que la sharía impere en todo el país”. La explosión estremeció el centro judicial de la capital, una zona que, además de albergar tribunales, concentra dependencias gubernamentales y oficinas de seguridad, lo que aumentó el pánico entre la población.

El atentado marca el primero de este tipo en Islamabad en años, reavivando el temor a una nueva ola de violencia extremista que, desde el regreso de los talibanes al poder en Afganistán en 2021, ha cobrado cientos de vidas en territorio pakistaní.
El resurgimiento del TTP: un conflicto incubado tras la retirada de Estados Unidos
El grupo Tehreek-e-Taliban Pakistan, fundado en 2007, ha sido responsable de algunos de los ataques más mortales en la historia reciente del país, incluido el atentado de 2014 contra una escuela en Peshawar que dejó más de 140 niños asesinados. Aunque fue debilitado por operaciones militares, su resurgimiento se aceleró tras la toma del poder por parte de los talibanes afganos en 2021.
Pakistán acusa al régimen talibán de Kabul de permitir que los insurgentes del TTP operen desde territorio afgano y crucen la frontera para perpetrar atentados, una acusación que el gobierno de facto afgano niega. Sin embargo, los ataques han aumentado, especialmente en las regiones fronterizas del noroeste y Baluchistán, donde las fuerzas de seguridad y la población civil pagan el precio de una guerra que parece no tener fin.
El ministro del Interior, Mohsin Naqvi, declaró en el lugar de los hechos:
“No se trata de un atentado cualquiera. Ocurrió en Islamabad. Estamos investigando este ataque desde diferentes perspectivas.”
Estas palabras reflejan una mezcla de alarma e impotencia institucional: la capital, que durante años se consideró un enclave seguro frente al caos del resto del país, vuelve a ser escenario del terror.
Un país atrapado entre la inseguridad y la impunidad
La sociedad pakistaní enfrenta un contexto de violencia estructural y debilidad judicial. Los atentados no solo buscan imponer una ideología religiosa, sino también desestabilizar un Estado que aún no logra garantizar seguridad ni justicia a sus ciudadanos. Los ataques del TTP son una respuesta al intento del gobierno de Islamabad de restaurar el control estatal sobre las regiones tribales, históricamente marginadas y usadas como refugio por insurgentes.

Las víctimas de este atentado eran funcionarios, abogados y transeúntes. La abogada Shazia Malik, testigo de la explosión, declaró entre lágrimas:
“Vi cuerpos en el suelo y humo por todas partes. Pensé que nunca saldría viva. ¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo cada día?”
Esa pregunta resume el sentir de muchos paquistaníes: un pueblo cansado de la violencia y del uso político del miedo, donde las promesas de paz suelen diluirse entre discursos y represión.
Mientras el gobierno condena los ataques y promete justicia, las medidas concretas siguen ausentes. En nombre de la seguridad, se han endurecido las leyes antiterroristas, pero también se han restringido derechos civiles y libertades fundamentales, afectando especialmente a minorías religiosas y periodistas que denuncian los abusos.
Ataque de Islamabad: el costo humano del extremismo
El atentado en Islamabad no puede entenderse solo como un episodio aislado, sino como una consecuencia directa del vacío político y social que se agrava por la pobreza, la falta de educación y la impunidad. Según la organización Human Rights Commission of Pakistan, la respuesta militar sin reformas estructurales solo alimenta el ciclo de violencia, dejando a las comunidades más vulnerables atrapadas entre el extremismo y la represión estatal.
La comunidad internacional ha condenado el ataque, pero el interés mediático global por Pakistán es fugaz. Cada atentado se reduce a cifras, sin mirar las raíces del problema: la falta de justicia social y la manipulación del miedo como herramienta política.
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