Madagascar sigue en llamas. Desde finales de septiembre, el país africano vive su tercera semana consecutiva de protestas masivas en ciudades como Antananarivo, Toamasina y Fianarantsoa. Las manifestaciones, encabezadas por jóvenes de la llamada Generación Z, estallaron por los cortes de agua y electricidad, pero rápidamente se transformaron en un clamor nacional contra la pobreza, la corrupción y la represión estatal. Según la ONU, al menos 22 personas han muerto y más de un centenar han resultado heridas, mientras el presidente Andry Rajoelina respondió destituyendo a todo su gabinete, sin poner en duda su propio mandato.
Madagascar: Un país cansado de esperar
Las protestas malgaches no surgieron de la nada. Madagascar arrastra décadas de desigualdad estructural y gobiernos que, pese a prometer desarrollo, han perpetuado la dependencia y la pobreza. Desde su independencia de Francia en 1960, la isla ha atravesado múltiples crisis políticas y golpes de Estado. El actual presidente, Andry Rajoelina, una figura que emergió del golpe de Estado en 2009 y regresó al poder en 2019, se presentó como un líder joven y reformista, pero su segundo mandato, iniciado en 2023, se ha visto marcado por el desencanto y la desconfianza ciudadana.
El detonante inmediato de las protestas fue la interrupción constante de servicios básicos: barrios enteros sin agua potable durante días y apagones diarios que paralizan la vida urbana. Sin embargo, lo que movilizó a miles fue algo más profundo: la sensación de que nada cambia, de que la política sigue girando en torno a los mismos nombres y las mismas promesas vacías. Con más del 75 % de la población viviendo bajo el umbral de pobreza, según el Banco Mundial, el país es un ejemplo extremo de cómo la riqueza natural puede coexistir con la miseria humana cuando la corrupción captura al Estado.
La respuesta del poder: represión y negación
La reacción del gobierno fue inmediata, pero no conciliadora. Las fuerzas de seguridad intervinieron con gases lacrimógenos, balas de goma e incluso munición real, según denunció el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk. “Las protestas comenzaron pacíficamente, pero la respuesta fue desproporcionada”, señaló el organismo, confirmando que al menos 22 personas murieron en los enfrentamientos.

Pese a la evidencia, el ministro de Asuntos Exteriores, Rasata Rafaravavitafika, negó las cifras de la ONU, afirmando que “el gobierno rechaza rotundamente esas estimaciones”, sin ofrecer datos propios. Mientras tanto, Rajoelina intentó dar una imagen de autoridad destituyendo a su gabinete, aunque el gesto fue percibido como una maniobra simbólica. “Reconocemos los errores del gobierno”, declaró en televisión nacional, “pero seguimos comprometidos con el orden y la estabilidad”.
Esa “estabilidad” ha sido impuesta a través del miedo. En Antananarivo, el toque de queda nocturno se mantiene desde hace más de una semana y los barrios periféricos están bajo vigilancia militar. Los medios locales reportan allanamientos y detenciones arbitrarias de líderes estudiantiles, mientras las redes sociales se han convertido en el único espacio donde la juventud puede expresar su rabia y su esperanza.
La rebelión de la “Generación Z”: símbolos y resistencia
Lo que diferencia esta ola de protestas de las anteriores es su identidad generacional. Jóvenes de entre 16 y 30 años han tomado las calles inspirados por movimientos similares en Kenia, Indonesia o Nepal. Su símbolo: la bandera pirata del anime One Piece, convertida en emblema de rebeldía contra el poder corrupto. “No es solo una caricatura —explican los manifestantes—, representa nuestra lucha contra los tiranos que saquean nuestro país”.
En pancartas y redes sociales abundan consignas como “Leo” (“estamos hartos”), “Queremos vivir, no solo sobrevivir” y “Justicia para Madagascar”. Más allá del simbolismo pop, el movimiento refleja una transformación cultural: una generación conectada, crítica y global, que ya no teme confrontar a los viejos caudillos políticos.
Las comparaciones con otros levantamientos juveniles en África y Asia no son casuales. En todos ellos se repiten patrones: gobiernos autoritarios, crisis económicas, desempleo y frustración ante instituciones que no representan a los ciudadanos. En Madagascar, la juventud ha demostrado que la desobediencia civil puede ser una herramienta legítima frente a la represión.
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