Eurovisión 2025, el emblemático festival musical europeo, se celebró esta primavera en Basilea, Suiza. El evento reunió a miles de espectadores y a representantes de más de treinta países, en una celebración que, en teoría, busca promover la diversidad cultural, la unidad y la paz a través de la música. Sin embargo, la edición de este año se desarrolló en medio de una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI: El genocidio en Gaza, donde más de 50.000 palestinos han sido asesinados y millones más sobreviven bajo condiciones inhumanas como consecuencia de una ofensiva militar sostenida por parte del Estado de Israel.
Sabemos que Austria se llevó el primer lugar con la potente interpretación de JJ y su tema Wasted Love. Pero lo que verdaderamente desconcertó fue que Israel, representado por Yuval Raphael, alcanzara el segundo puesto. A pesar de las masivas protestas en Basilea, los llamados al boicot por parte de artistas y activistas, y un debate público que se prolongó durante meses en distintos países europeos, Israel obtuvo la máxima puntuación del televoto. Que tantos ciudadanos europeos decidieran premiar esta actuación, incluso después de semanas de imágenes devastadoras llegadas desde Gaza, plantea serias preguntas éticas sobre el papel de la cultura frente a contextos de violencia extrema. ¿Estamos siendo testigos de una peligrosa normalización del genocidio?
Para quienes vivimos en América Latina, donde Eurovisión no tiene la misma centralidad cultural que en Europa, la noticia causó una mezcla de sorpresa, indignación y tristeza. Diversas voces de líderes sociales, periodistas, activistas y miembros de la diáspora palestina expresaron su rechazo a la participación israelí. En países como España y Suiza, donde se celebró el festival, se organizaron manifestaciones y se difundieron campañas en redes sociales exigiendo la exclusión de Israel del certamen. En internet, la mayoría de los comentarios mostraban un apoyo claro al pueblo palestino. Y sin embargo, la actuación de Yuval Raphael estuvo a un paso de ganar el concurso.
Con el paso de las horas, aumentaron las críticas sobre cómo fue posible que Israel recibiera más puntos que incluso los representantes de varios países votantes. Solo una nación europea se abstuvo de otorgarle puntuación, lo que deja una duda legítima sobre el criterio utilizado por el público. Más allá de teorías o especulaciones, lo que parece evidente es una falta de empatía, o peor aún, una normalización de la violencia sistemática contra el pueblo palestino.

El contraste más alarmante se vivió durante la presentación de Israel en la gran final. Mientras Yuval Raphael interpretaba New Day Will Rise bajo una lluvia de luces, en Gaza se registraban al menos 150 muertes solo ese día por los bombardeos israelíes. La escena resultó casi surrealista: Una oda al “nuevo amanecer” resonaba en un estadio decorado con banderas y discursos de hermandad, mientras, al otro lado del mundo, familias eran sepultadas bajo los escombros. Esta paradoja grotesca resume la desconexión entre la estética de los grandes espectáculos y las realidades brutales que enfrentan millones de personas en zonas de guerra.
Frente a la polémica, la Unión Europea de Radiodifusión (UER), organizadora del evento, defendió la participación israelí con el argumento de que Eurovisión es una competencia entre emisoras, no entre gobiernos. No obstante, la contradicción es evidente: en ediciones anteriores, países como Rusia y Bielorrusia fueron expulsados precisamente por decisiones políticas. El doble rasero es difícil de justificar.
Además, más de 70 ex participantes del festival firmaron una carta pública solicitando la exclusión de Israel. Incluso canales públicos como RTVE (España) y RTBF (Bélgica) enviaron mensajes de protesta durante la actuación israelí. Esto no fue solo un desacuerdo artístico. Lo que está en juego es la credibilidad de Eurovisión como plataforma de valores democráticos, diversidad y derechos humanos. ¿Cómo puede hablarse de unidad y paz mientras se aplaude a un Estado acusado por múltiples organismos internacionales de crímenes de guerra y de mantener un régimen de apartheid?
La participación israelí no fue solo simbólica, fue también estratégica. Israel ha recurrido durante años a eventos culturales para mejorar su imagen exterior y restar atención a sus políticas en los territorios ocupados. Esta práctica, conocida como hasbará, convierte festivales como Eurovisión en herramientas de propaganda, más que en verdaderos espacios de intercambio cultural.
No obstante, el rechazo crece. Desde artistas hasta espectadores, muchas voces comienzan a romper el silencio. La música no puede ser neutral frente a la injusticia. No basta con cantar sobre la paz mientras se normaliza la opresión y se premia al agresor. Eurovisión 2025 será recordado no solo por la victoria de Austria, sino también por la manera en que Europa, entre fuegos artificiales y ovaciones, eligió mirar hacia otro lado mientras Gaza seguía muriendo.